Las guerras carlistas fueron una serie de contiendas civiles que tuvieron lugar en España, a lo largo del siglo XIX produjeron numerosas y profundas heridas, alto coste en vidas humanas, también. Todo el territorio español sufrió tan dolorosa situación de modo particular el clero a quien el partido vencedor y una parte del pueblo, señalaban como carlistas.

Al iniciarse la primera, Palau vivía momentos de plenitud vocacional volcado en las misiones populares con las cuales actualizaba la fe del pueblo sencillo, le ofrecía también nuevos motivos para vivirla con mayor sentido.

Aunque se hallaban rodeados por un entorno hostil que se desplegaba a pasos agigantados, él y sus compañeros de misión, procuraban que el pueblo asimilara el mensaje evangélico así, se desplegaría y profundizaría el sentido para respetar, perdonar, gozar de paz verdadera; en definitiva, para vivir como creyentes, proceder apropiado para ralentizar el avance de la contienda. Sin embargo, por el horizonte amenazaban nubarrones oscuros, muy oscuros, on el paso del tiempo se acercaba desafiante la descomunal tormenta, estallido de odio, lucha, de sin sentido: el de la guerra.

Percibía Palau que el acoso de la clase política y sus secuaces le estrechaban el cerco, y lo hacían hasta impedirle/les vivir con dignidad a nivel humano, testimoniar su dimensión de fe. La mordedura de la persecución le alcanzó a lo más sagrado de sí mismo. Como no soportaba el menosprecio con que el poder civil trataba a la iglesia, se exilió ¿A dónde? A Francia, en plena juventud. Contaba 30 años.

Compartió, en Perpignan, con numerosos españoles, la situación humillante de exiliados, vivían hacinados en campos de concentración sin cubrir las necesidades más apremiantes.

La lucha del alma con Dios -su primer libro- responde a las líneas de actuación, indicada por el Papa, quien en sus encíclicas, dirigidas al pueblo de Dios, condenaba la guerra. La invitación del Papa marcó, de manera definitiva, el estilo de vida de Palau.

Perpignan, lugar tan cercano a la frontera, repleta de refugiados. Ellos urdían represalias políticas, contra el gobierno de España. Ante tal coyuntura Palau se trasladó al interior, a la diócesis de Montauban. La nueva zona le ofreció numerosas posibilidades para esconderse en el corazón de la tierra. Allí, su vida se hacía encuentro con el Dios de los hombres y para los hombres.

Algunos desterrados le acompañaban, luego, se sumó un grupillo de mujeres, y Palau compartía con unos y otros su tesoro vocacional. Sí, él era el alma de aquellos grupos y el incansable testigo de que Dios vive entre la gente sencilla. Sin embargo, durante aquellos años, rumió soledad hasta cotas inimaginables.

A partir de ese momento, la vida en aquellos lugares, se volvió más fraterna, serena y bella, lo opuesto a la guerra; Palau era el alma de la paz, el pacificador. Sus seguidores se sabían hijos de Dios y, se sentían hermanos, soporte imprescindible para ralentizar hostilidades.

Aunque aquello iba bien, no tardarán en llegar diferentes formas de enfrentamientos, de infamia y persecución, de guerra. Las autoridades eclesiásticas y civiles le afrentan con descaro, y él acepta los nuevos retos que le proponen.

Es que a algunos eclesiásticos del entorno les incomodaba la popularidad de este hombre. Y los gobernantes civiles se extralimitaron en sus atribuciones. Ante unos y otros justifica su conducta, muestra su desacuerdo y pide explicaciones. Por fin, le obligaron a cambiar de lugar e internarse en parajes inhóspitos. Sufrió, profundamente, al verse tratado, con tanta arbitrariedad.

Palau nunca estuvo en la vanguardia de las tropas en lucha, cierto. Sin embargo sufrió las consecuencias de la guerra fratricida. Plantó cara a toda forma de combate, de batalla, procuró disminuir su ofensiva, soportó las dentelladas de la guerra, sin hipotecar lo mejor de sí mismo. Sin embargo, tales dentelladas fueron las que, luego, intensificaron su dimensión de conciliador, de probado pacificador.

es_ESES
Compartir