La realidad a tratar ahora, tiene su origen en un lamentable episodio, motivado por un sermón aislado. Ocurrió en Aitona. Estuvo apremiado por circunstancias particulares y dolorosas. A ruego de las autoridades municipales y eclesiásticas -en 1865-. Palau improvisó un discurso de circunstancias en la parroquia. Algunos oyentes se quejaron. Pues el tono -según ellos- fue demasiado vehemente. Como consecuencia inmediata de esta predicación, intervino el obispo y retiró a Palau las licencias ministeriales en su diócesis ¡Qué desproporción! El episodio puso a prueba la dignidad de nuestro protagonista. Prueba dura fue aquélla. Sin embargo, Francisco recibió, ejemplarmente, la inesperada sanción. Años más tarde, -1868- se renovó la controversia.
El hecho se halla bien documentado. En copia auténtica, el expediente llegó al tribunal eclesiástico de Tarragona. -Era la máxima autoridad de la Iglesia en Cataluña-.
Me remonto a los antecedentes. Palau predicaba en la iglesia del hospital de Lérida. Allí recibió nueva invitación: presidir el siguiente mes de mayo, en la parroquia de S. Lorenzo. En la misma ciudad. Él lo aceptó. Más tarde le comunican la nueva del obispo. Quien se oponía a tal predicación. Sin añadir el motivo. ¡ Actitud, netamente, autoritaria! ¿No es así?
Nadie sospechó la verdadera causa de esta inexplicable actitud episcopal: los informes de su predecesor, Cirilo Úriz. Se remontaban a la organización de los incipientes grupos de mujeres en Lérida y Aitona. Ellas, bajo la dirección de Palau, -1852-. En aquellos lejanos sucesos y sólo en ellos se encuentra la clave del actual desencuentro.
Úriz, se había trasladado a Pamplona -1861-. Al enterarse de la predicación palautiana en la diócesis, creyó un deber de conciencia, -¡nada menos!- informar a su sucesor, del comportamiento de Palau, ¡claro!. Como consecuencia de estos informes negativos, Puigllat dio orden para que Francisco se abstuviera de realizar tal cometido. Ante la nueva situación, Francisco se asesoró. Con personas autorizadas y competentes, sí, sí. Entre ellas el deán de la catedral de Barcelona. Quien se relacionaba con el obispo de Lérida. El deán se puso en contacto con el obispo. Le pedía noticias más concretas y exhaustivas acerca de este eclesiástico muy recomendable por su acrisolada virtud. Puigllat buscó documentos que describieran las acusaciones del de Pamplona -Así se firmaba él-. Al no encontrar nada condenable le interrogó. Por toda respuesta afirmó que sólo él había conocido el expediente y lo había quemado. Por consiguiente, el obispo de Lérida no pudo formular acusación concreta. Tampoco censura alguna. Faltaban comprobantes de hechos reales que los probaran.
De todos modos, Puigllat hizo ciertas indicaciones al deán. Entre otras, aconsejar a Palau no confesar ni predicar en su diócesis.
Él acató la orden con lealtad. Sin averiguar nada más. Sin embargo, era bien consciente de que tal disposición le privaba de relacionarse, de manera más personal y frecuente, con los suyos. La carta que Palau escribió al obispo es un indudable testimonio de fidelidad. Se hallaba dispuesto a evitar todo lo que molestara a Puigllat. Él respetuoso, sumiso, ejemplar.
El obispo le retiró las licencias ministeriales, sí. La carta termina con estas significativas palabras: “Yo no puedo ni debo abochornar a mi digno predecesor. Es decir, el obispo Úriz no podía quedar en mal lugar. ¡Qué joyas! Me quedo sin el uno y sin el otro. Entre ambos contribuyeron a purgar la existencia de este hombre de Iglesia. Buscador incansable del bien ajeno. De la más auténtica comunión entre todos.
Se había extendido por la provincia de Lérida la devastadora epidemia de cólera. -Ya la conocemos. También la del 68-. En la primera falleció la hermana de Francisco. ¿Lo recodáis? En cuanto se celebró el funeral, Palau dejó Aitona. Se dirigió a Lérida y se presentó al obispo -¡valiente donde los haya!-. Éste le obligó a que documentara su explicación. Por lo cual llegado a Barcelona le enviaba la documentación pertinente. Sigue obedeciendo, se humilla, pide perdón si ha obrado mal. Acata la voluntad del obispo y se somete a sus disposiciones. ¿Qué más le queda por hacer? Donde abunda la vida, se manifiesta en semejantes actitudes. ¡Emblemáticas, sí! Ellas nos desafían a reproducirlas en nuestras particulares circunstancias. Por supuesto.